jueves

Y qué si...

Cuando era pequeña, mi mamá solía tomar clases de baile en un gimnasio cerca de mi casa. Una vez la acompañé. Varias mujeres se preparaban para bailar en el salón y mi madre me indicó que podía quedarme mirando la clase y la profesora agregó que si quería pintar o dibujar, podía hacerlo en el cambiador. Yo deseaba con todas mis fuerzas bailar. Sólo quería bailar, sumarme al grupo de las mujeres que se preparaban a moverse al son de la música. Y no dije nada. Me preguntaron varias veces qué prefería hacer y me mordí los labios. Supusieron que quería dibujar y me trajeron varios lápices de colores y algunas hojas. Yo quería bailar, pero esa no era una opción. ¿Cómo iba a pedir bailar yo, tan pequeña, entre todas esas mujeres? La vergüenza de la infancia era poderosa. Y yo sucumbía ante ella muy seguido.
La música comenzó su magia. Y sentí por primera vez al deseo encontrarse violentamente con lo que estaba haciendo. Me tiré al suelo a dibujar. El corazón me latía con fuerza, sentía una contradicción inmensa en mi sangre que mi cabeza de niña no podía aún explicar. Estaba yendo en contra de mis deseos. Apretaba los lápices con fuerza, dibujaba estupideces, intentaba concentrarme. Las manos me transpiraban. Oía cómo del otro lado, la música me llamaba a moverme. Yo quería bailar. Bailar con mi mamá, con sus compañeras. O sola, pero bailar. Sentir el pulsar del ritmo en los pies. Era lo que más me gustaba hacer y no lo podía explicar. ¿por qué no lo dije? ¿Acaso me hubieran retado? ¿se habrían reído? Intenté dibujar un rato más pero las fuerzas encontradas hicieron mella en mi cuerpo. Como un alud subió el llanto a mis ojos y exploté en lágrimas sentidas.
Cuando salimos le conté a mi mamá. Preguntó por qué no se lo había dicho, si hubiera podido bailar sin problemas. Había otro mundo de posibilidades en el que yo bailaba contenta al compás de la música si me hubiera animado a preguntar. Me arrepentí tanto que me dieron ganas de llorar de nuevo.
Esa sensación me ha acompañado a lo largo de mi vida. El deseo irrefrenable de realizar algo y no hacerlo sólo por vergüenza, por no preguntar, por no romper el frágil velo de la comodidad con el primer paso. El cuerpo bulle de contradicción. Nuestra anatomía lo siente, nuestro aliento lo registra. Cada vez que se actualiza esa sensación me vuelve el recuerdo de esa tarde en el gimnasio junto a mi madre. Hay otro mundo detrás de la pregunta inesperada, del mensaje enviado, de la llamada hecha, del pasaje comprado. Hay algo que sucede más allá del “sí, quiero” “sí, voy” o “te hago una pregunta…” como promesa de posibilidad. Es como si uno rasgara esa pequeña membrana que es la realidad con la primera palabra, con el primer movimiento. Es como algo se pusiera en marcha.
Lo que sentí aquella vez no era más que la sangre fluyendo contradictoria por mis venas. Muchas veces me quedé atrás del vestidor sentada en el piso y llorando por no animarme. Muchas otras me quedé con la cursi y cómoda idea del “qué hubiera sido sí”. Hay otra cosa mejor -o diferente- allá afuera. El deseo lo marca, intensamente. Hay que darle Enter. O Esc, depende el caso.